martes, 3 de marzo de 2009

Mi lugar en el mundo

Hoy se me ocurrió ver con el GOOGLE EARTH si encontraba el campo donde nací; y para mi grata sorpresa, no solo que lo encontré, sino que sigue casi todo tal cual.

La escuelita creció bastante; y lo único que ya no está es el horno de ladrillos de los padres de la Tere y de José, eso sí, quedaron las huellas del horno de ladrillos.Para el que quiera ver los lugares donde transcurren mis relatos, acá les mando las coordenadas para que lo ubiquen con el google earth.

El campito donde nací y mi casa: 34°49’19.50” S 58°46’31.00” O

Las 5 hectáreas que perdimos con la cosecha de papas fallida; o el campito de Don Carlos y Doña Amelia: 34°49’11.00” S 58°46’17.00” O

La escuelita: 34°49’21.00” S 58°47’03.00” O

El horno de ladrillos de los padres de la Tere ya no está, pero quedaron las marcas en: 34°48’47.00” S 58°47’11.00” O

El campo de Tita y Evaristo: 34°49’04.00” S 58°46’25.00” O

Agua, luz y vida.

En mi primera historia les conté como mis padres perdieron 5 hectáreas de su campito de 15 con una cosecha fallida de papas. Lo que no les conté es que la perdida de estas 5 hectáreas posibilitó que mi hermano y yo recibiéramos una muy buena educación; gracias a la infinita bondad de Don Carlos y Doña Amelia, mis abuelos del corazón, quienes fueron los que compraron esas 5 hectáreas.
Desde el día que compraron “el campito”, así le decían ellos, jamás faltaron un fin de semana; por más que lloviera torrencialmente, Don Carlos le ponía cadenas a las ruedas de su auto, y así enfrentaba las 37 cuadras de barro que había desde la ruta 200.
Al fallecer mi madre, esta querida pareja se preocupo y ocupo de que mi hermano y yo tuviéramos la posibilidad de conocer y acceder a un mundo que ni en sueños podíamos imaginar.
No fue fácil al principio, sobre todo para mí que era el mayor, y como tal el primero que se fue a la capital, a vivir en la casa de Don Carlos y Doña Amelia; para así poder concurrir al industrial, ya que en Marcos Paz no había; y según Don Carlos ahí estaba el futuro para mí; y realmente no se equivocaba.
Me fui un domingo a la tardecita, en la rambler de Don Carlos; y aun hoy día recuerdo cada minuto del viaje. Iba en el asiento trasero, saltando de una ventanilla a la otra, porque no me daban los ojos para ver tantas cosas nuevas.
Llegamos de noche, y antes de ir a la casa de ellos, paramos en una pizzería del barrio de mataderos (El Cedrón), a la cual suelo ir hoy día, ya que no había probado nunca algo tan rico como la piza; y de ahí, derecho a su casa y a la cama.
Hasta aquí todo me parecía un sueño; pero en pocas horas se convirtió en una pesadilla.
Antes de irme a la cama, Doña Amelia me mostro el baño, y yo en mi excitación no me di cuenta de lo que era; ya que toda la casa era para mi un mundo desconocido.
Al rato de acostarme, me agarraron unas ganas bárbaras de hacer pis, me levante y busque la pelela debajo de la cama, pero no había “debajo de la cama”, pues era toda de madera y estaba cerrada por los cuatro lados. Mi cama de Marcos Paz era de fierro, y había como 1 metro libre hasta el piso.
Casi a punto de hacerme encima, me acorde cual era la puerta del baño, y agarre y me metí corriendo; todo en la oscuridad apenas clareada por la luz de la calle que entraba por las ventanas; cerré la puerta y quede en la oscuridad total, volví a la pieza en busca de una vela y fósforos, como tenia en mi mesita de luz, pero aquí no los había; ya la urgencia me vencía, y corrí a la puerta de calle para hacer en el árbol que había visto al entrar en la casa; pero para mi total desesperación, la puerta estaba cerrada con llave, cosa que supe lo que era al otro día, ya que en casa no existían las puertas con llave; y ahí nomas me hice encima. Fue en ese momento cuando se me vino la enormidad del cambio encima, y lloré como nunca jamás lo hice en la vida.
Y lo peor no había pasado, en la mañana tuve que enfrentar toda mi vergüenza y dolor, por haberme pillado encima; porque solo mucho tiempo después comprendí que la pena y la bronca que había esa mañana en los ojos de Doña Amelia y Don Carlos, no era para conmigo, sino que era para con ellos por no haber sabido ayudarme en esas primeras horas de destierro.
Así, se tomaron todo el trabajo del mundo en enseñarme el nuevo mundo que enfrentaba.
¿Cómo iba a saber yo lo que era un baño? Si lo que yo conocía por baño, eran cuatro chapas encerrando un pozo en el piso. Aquí, había artefactos que no conocía ni por su nombre, inodoro, bañera, bidet. Que bajando una palanquita se encendía la luz, (¡si la luz se enciende con fósforos!). Que apretando un botón salía un chorro de agua que se llevaba las necesidades, (¿para qué?, ¿estaban locos?, si el agua hay que cuidarla como a nada en el mundo). Que girando una perilla en la pileta (¡perilla!?), salía agua fría; si giraba la de al lado, salía agua caliente. Y ni hablar de lo que pasaba con las perillas de la bañera; chorros de agua fría o caliente, lluvia de mas agua fría o caliente; y el bidet! Que tiraba lluvia para arriba, ¡una locura total!.
Hoy, creo que si me hubieran subido a un plato volador, estaría menos asombrado. Y yo, creído que un baño eran esas cuatro chapas a treinta metros de la casa. Lo que hacía de pileta en casa era una palangana; la bañera era un fuentón, y la ducha una jarra; ah! nos bañábamos en la cocina en invierno, porque ahí se estaba calentito, y en el patio en verano.
Sé que me divagué un montón, pero cuando me puse a pensar en cómo había conocido la luz eléctrica, se me vino todo el tropel de recuerdos, y fue imposible pararlos.
La luz que yo conocía primeramente era la del sol; y nuestras vidas se regían por él. Uno se levantaba antes que el sol empezaba a asomar; y no era el gallo el que lo anunciaba, las primeras en detectarlo eran las vacas que un rato antes de que saliera ya empezaban a inquietarse en la espera de amamantar a sus terneros y a que las ordeñen; y el sonido de esa inquietud que solo los que tienen tambo o granja conocen, era el despertador del campesino, y no el gallo.
Uno se acostaba poco después que el sol se escondiera, ya que la luz de las lámparas, velas y sol de noche eran muy caras, además de que no había otra cosa para entretenernos que algún cuento, o el juego de la lotería (el bingo de hoy, pero sin plata de por medio) que jugábamos únicamente los sábados.
Uh! Me olvidaba, el gran entretenimiento de los sábados a la noche, era poner el sol de noche (farol que funcionaba a kerosene) en el piso del patio, para atraer a los insectos y estos a su vez a los sapos, que acudían presurosos a la luz a comerse a los bichos. Es el día de hoy que no sé como cuernos los sapos sabían que donde había esa luz estaban todos los bichos.
La luz de las velas la conocemos todos, alumbra muy poco alrededor de donde se la ponga; las lámparas de kerosene alumbran bastante más; pero ambas tienen la misma particularidad, que es la de crear muchísimos lugares en sombras y penumbras. Las sombras y penumbras que crean las velas, bailan para todos lados; en cambio las de las lámparas de kerosene, solo las estiran o las acortan, al estar encerrada la llama por un vidrio que impide que el mínimo viento la sacuda como en el caso de la vela.
En cambio la luz del “sol de noche” es otra cosa, su luz es quieta, y por lo tanto quietas son las sombras y penumbras; de vez en cuando la intensidad de la luz disminuye, y hay que darle bomba para que aumente. Generalmente se colgaba de un gancho sobre la mesa donde se cenaba, aunque esto creaba un círculo de sombras inmediatamente debajo de él; y en verano el calor que despedía era insoportable, aunque en invierno era muy bienvenido.
La luz eléctrica es una luz sin personalidad; pero ¡como alumbra!
¡Heladera!; ¡Televisor!; ¡Radio!; ¡Agua buena a montones!.
Otra cosa que se me quedo grabada fue mi primer desayuno en casa de Doña Amelia; ¡cocina a gas!, ¡galletitas dulces!, ¡música de la radio!.
Don Carlos pidiéndonos silencio, porque iban a dar el ¿pronóstico?, y Doña Amelia explicándome que era en el oído. Al rato lo agarré a Don Carlos de la mano y lo saqué a la calle a los tirones; ¡por fin conocía algo yo que ellos no!. ¿Para qué quería que otro le dijera como iba a estar el tiempo?, si con solo salir al patio, aspirar el aire y mirar el cielo uno ya lo sabía.
Si se sentía el olor de los chanchos iba a hacer calor; si venía el olor del corral de las vacas, refrescaba. Pero si se sentía el olor del horno de ladrillos de los padres de la Tere, se venía el agua. También había que mirar para donde iban las nubes y de qué forma y color eran; otra señal eran los animales, la quietud o inquietud de las vacas; el nerviosismo del caballo; las hormigas, en verano las chicharras.
Pero grande fue mi desilusión, casi no había cielo para mirar, los olores no eran los mismos; y para peor, tampoco había ni animales ni insectos. Ni hablar la desilusión que me lleve.

Un percherón naranja

En este mismo blog hace unos días publiqué una de las vivencias de mi infancia transcurrida en el campo: “Hace 40 años, mis padres, un percherón y una rastra…”, que es una muestra de miles de historias similares padecidas por la forma en que se vivía y se vive en el campo.
Hoy quiero compartir otro de estos ejemplos de vida que me tocó vivir; y como la anterior refleja las dificultades que implica vivir en el campo, por más que este se encuentre a 50 km del obelisco, y a tan solo 37 cuadras del asfalto.Esta historia, que por más que hayan transcurrido 40 años, sigue vigente hoy día para miles de chicos del país; con un agravante más, que es el tener medios masivos de comunicación que les muestran como es la vida en la ciudad, lo que conlleva a que todo lo que para nuestra infancia de hace 40 años fuera una vida normal; sea para la infancia y en especial para la adolescencia de hoy, al tener medios de comparar, una vida dura y llena de carencias y privaciones.
La escuelita a la que concurría con mi hermano, se encontraba casi lindante con el campo en que vivíamos; a unos 800 mt si íbamos a campo traviesa, o a más de 2,5 km si íbamos por las calles.
El ir a campo traviesa significaba cruzar 6 alambrados de púas, atravesar campos arados, ir haciendo equilibrio entre los surcos de verduras; esquivando la bosta de las vacas, las montañas de los hormigueros de hormigas coloradas y los cardos y las ortigas. Este camino lo podíamos hacer cuando no llovía y uno o dos días después de que lloviera. Cuando llovía lo hacíamos a lomos del percherón, ya que ese día no iba a tener que sacar agua del aljibe ni para las vacas, ni para el riego, ya que no teníamos ni molino, ni luz eléctrica. Otra parte importante de esta travesía diaria, era el calzado, “las malditas botas de goma Pampero”; siempre por lo menos 2 números más grandes, lo que me provocaban quemaduras por el roce en las piernas; y el frío que en invierno nos congelaba los pies al pisar la escarcha, lo que me producía una enfermedad de la que en la ciudad nunca más escuché “los Sabañones”, que te hacían picar los pies a la noche hasta la desesperación. Este camino nunca lo hicimos a desgana, ni como ocurre hoy en muchísimos lados, aún en las ciudades, por una taza de mate cocido y un pan, o por un plato de comida; sino por el contrario, casi siempre era una carrera jugando a los pistoleros, o a los espadachines munidos de alguna rama, copiados de aquellas pocas veces en que vimos una película en el cine del pueblo; y esto lo hacíamos después de un desayuno, que si lo hiciera hoy, me moriría en la mesa por el colesterol, o me tendrían que hacer un trasplante de hígado.
A mis 10 años, tuvimos que utilizar solamente el camino por las calles para ir al colegio; y esto ocurrió porque la prima de mis amigos del campo de enfrente (Tita y Evaristo), que se llama Teresa, sufrió de poliomielitis. Así que solidario con mis amigos, nos turnábamos los días que no llovían o luego de que en la calle no hubiera barro, entre Evaristo, la Tita, José, Daniel, y yo, en empujar la silla de ruedas de la Tere, por las calles de tierra atravesando los huellones de los camiones y tractores. Esto, que a la mayoría les parecerá tristísimo, yo lo estoy escribiendo con una sonrisa en la cara, ya que lejos de ser una carga el llevar a la Tere, era una fuente inagotable de juegos y aventura, ya que nos peleábamos entre todos por ser Fangio manejando un coche de carreras.
Los días de lluvia, ahora que lo pienso, tendría que haber pintado al percherón de naranja; ya que era la “combi” con que mi hermano y yo, pasábamos a buscar primero a Tita y Evaristo, y después a Tere y su hermano José. Todos a lomos del caballo, con la Tere cruzada casi sobre el cogote, y con la silla de ruedas atada a una cincha, ya que no hay monturas para percherones; y ni les cuento lo que es ir a lomos de un percherón, lomo que es tan ancho como una mesa.

lunes, 2 de marzo de 2009

Hace 40 años mis padres, un percherón y una rastra ...

Por estos días pero en el año 1968 cuando tenía 8 años, sufrí un ataque de apendicitis, que le costó la vida a mi madre.
Era noche cerrada, cuando no pude aguantar más el dolor, y llamé a mi mamá en un quejido; volaba de fiebre, y el dolor me tenía hecho un ovillo en la cama; dolor que venía aguantando desde la mañana, tratando de emular a mis padres, a los que muchas veces vi soportar dolores sin rechistar.
Bajo una lluvia dura y pareja, y con un frío que helaba los huesos, mi papá corrió a uncir al Noble (así se llamaba el caballo percherón que era la fuerza motriz de mil tareas en nuestro campo) a la “rastra”; no la que hemos visto de hierro y con dientes por la tele cortando rutas; sino una que era un cuadrado de madera de no más de 1.20 mt x 1.20 mt, con dos patines de hierro, como un esquí pero más anchos; único vehículo que disponíamos, construido por mi padre para llevar los 3 o 4 tarros de leche hasta la ruta 200 todos los días. Con mi papá de pié manejando las riendas; con mi mamá sentada en el piso de la rastra sobre un apero, y teniéndome a mí en sus brazos, partimos en la noche, bajo la lluvia y el frío hacia el hospitalito de Marcos Paz, distante exactos 3,7 km de barro, o 37 cuadras.
Hospitalito en el que médicos y enfermeras de los que ya casi no se encuentran, salvaron mi vida; pero en cambio, pese a su mismo tesón, no pudieron salvar la de mi madre, que sucumbió bajo una neumonía, a causa de un viaje de 3,7 km bajo la lluvia y el frío.
Mi papá, ya nunca volvió a ser el mismo. Hombre que hasta ese 4 de julio en que despidió a su esposa, nunca penuria, dolor, cansancio, o contratiempo, habían podido con su buen humor; ni siquiera el de hacía unos pocos meses cuando levantamos la primer cosecha de papas, y se dio cuenta que estaba toda perdida; esas papas que resultaron ser chicas como canto rodado, fueron la munición ideal que usó para secar las lagrimas de los ojos de mi madre, al emprender una mini guerra a papasos entre él, mi mamá, mi abuela, y yo, que terminó con todos atacados por carcajadas, apilados en una montaña rusa sobre él.
Hoy, cuarenta años después, cuando hablan de los campesinos como los oligarcas y sus 4x4, se me incendia la razón. Los que hablan de esta manera, no tienen ni idea de lo que es estar a unos pocos kilómetros de un médico, y no contar con una manera segura de llegar a él. Mi madre no pudo sobrevivir a 37 cuadras, no a 37 kilómetros. Mi padre nunca se sacó la culpa de no haber ido a lo de don Gallero a pedirle el charriót, por más que sabía que hasta ahí eran unas pocas cuadras menos. La culpa que tengo aunque hayan pasado 40 años aún me desgarra el alma.
Aclaro que el pueblo de Marcos Paz dista 50 km del centro de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires; pueblo de campesinos que fue arrasado por un tornado, y que estos mismos volvieron a reconstruir con sus propias manos.
El campo de mis viejos tenía unas 15 hectáreas, 5 de un lado de una calle, y 10 del otro lado lindantes con el arroyo Morales. Pensar que las primeras 5 hectáreas mencionadas, se la llevó la malograda cosecha de esas papitas, que hoy hubieran sido vendidas a precio record bajo el nombre de “PAPINES”.
Las otra 10 las cambió por una casita en el pueblo, para que nunca más corriéramos el riesgo de las 37 cuadras de barro; para que nunca más se nos pararan los pelos de la nuca y se nos encogieran los huevos ante un trueno.
Pensar que hoy, no podemos salir a la puerta de calle sin miedo a que nos maten; y que al hospitalito y su gente los halla vencido la falta de recursos.
Eso sí, aún se me pararan los pelos de la nuca y se me encogen los huevos ante un trueno.