martes, 3 de marzo de 2009

Un percherón naranja

En este mismo blog hace unos días publiqué una de las vivencias de mi infancia transcurrida en el campo: “Hace 40 años, mis padres, un percherón y una rastra…”, que es una muestra de miles de historias similares padecidas por la forma en que se vivía y se vive en el campo.
Hoy quiero compartir otro de estos ejemplos de vida que me tocó vivir; y como la anterior refleja las dificultades que implica vivir en el campo, por más que este se encuentre a 50 km del obelisco, y a tan solo 37 cuadras del asfalto.Esta historia, que por más que hayan transcurrido 40 años, sigue vigente hoy día para miles de chicos del país; con un agravante más, que es el tener medios masivos de comunicación que les muestran como es la vida en la ciudad, lo que conlleva a que todo lo que para nuestra infancia de hace 40 años fuera una vida normal; sea para la infancia y en especial para la adolescencia de hoy, al tener medios de comparar, una vida dura y llena de carencias y privaciones.
La escuelita a la que concurría con mi hermano, se encontraba casi lindante con el campo en que vivíamos; a unos 800 mt si íbamos a campo traviesa, o a más de 2,5 km si íbamos por las calles.
El ir a campo traviesa significaba cruzar 6 alambrados de púas, atravesar campos arados, ir haciendo equilibrio entre los surcos de verduras; esquivando la bosta de las vacas, las montañas de los hormigueros de hormigas coloradas y los cardos y las ortigas. Este camino lo podíamos hacer cuando no llovía y uno o dos días después de que lloviera. Cuando llovía lo hacíamos a lomos del percherón, ya que ese día no iba a tener que sacar agua del aljibe ni para las vacas, ni para el riego, ya que no teníamos ni molino, ni luz eléctrica. Otra parte importante de esta travesía diaria, era el calzado, “las malditas botas de goma Pampero”; siempre por lo menos 2 números más grandes, lo que me provocaban quemaduras por el roce en las piernas; y el frío que en invierno nos congelaba los pies al pisar la escarcha, lo que me producía una enfermedad de la que en la ciudad nunca más escuché “los Sabañones”, que te hacían picar los pies a la noche hasta la desesperación. Este camino nunca lo hicimos a desgana, ni como ocurre hoy en muchísimos lados, aún en las ciudades, por una taza de mate cocido y un pan, o por un plato de comida; sino por el contrario, casi siempre era una carrera jugando a los pistoleros, o a los espadachines munidos de alguna rama, copiados de aquellas pocas veces en que vimos una película en el cine del pueblo; y esto lo hacíamos después de un desayuno, que si lo hiciera hoy, me moriría en la mesa por el colesterol, o me tendrían que hacer un trasplante de hígado.
A mis 10 años, tuvimos que utilizar solamente el camino por las calles para ir al colegio; y esto ocurrió porque la prima de mis amigos del campo de enfrente (Tita y Evaristo), que se llama Teresa, sufrió de poliomielitis. Así que solidario con mis amigos, nos turnábamos los días que no llovían o luego de que en la calle no hubiera barro, entre Evaristo, la Tita, José, Daniel, y yo, en empujar la silla de ruedas de la Tere, por las calles de tierra atravesando los huellones de los camiones y tractores. Esto, que a la mayoría les parecerá tristísimo, yo lo estoy escribiendo con una sonrisa en la cara, ya que lejos de ser una carga el llevar a la Tere, era una fuente inagotable de juegos y aventura, ya que nos peleábamos entre todos por ser Fangio manejando un coche de carreras.
Los días de lluvia, ahora que lo pienso, tendría que haber pintado al percherón de naranja; ya que era la “combi” con que mi hermano y yo, pasábamos a buscar primero a Tita y Evaristo, y después a Tere y su hermano José. Todos a lomos del caballo, con la Tere cruzada casi sobre el cogote, y con la silla de ruedas atada a una cincha, ya que no hay monturas para percherones; y ni les cuento lo que es ir a lomos de un percherón, lomo que es tan ancho como una mesa.

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